El sufrimiento a la luz de la Divina Voluntad
El sufrimiento es un tema por demás escabroso y de difícil abordaje, pues es algo que aparentemente está en contra de la propia naturaleza humana, se piensa que es producto de “deficiencias” que pueden suceder tanto en el terreno puramente material (enfermedad, deterioro, pasibilidad, muerte), en el terreno moral (ser capaz de recibir injurias, agresiones, injusticias, todo sufrimiento causado en el terreno de nuestros sentimientos, sobre todo en el amor etc.), y por último, en el terreno espiritual (todo sufrimiento causado por el alejamiento con nuestro Creador).
Hasta aquí llega nuestra concepción de dolor y sufrimiento, y esta es la causa principal de nuestro desconcierto, pues siempre lo hemos valorado como algo negativo, que una vez que ha llegado a nuestras vidas nos quita la paz, la tranquilidad, la felicidad, la salud, y en algunas ocasiones hasta la propia vida, que puede ser la vida material y, Dios no lo quiera, hasta la vida del alma. Este dolor y sufrimiento es el originado por el pecado, y por consiguiente es un acto que nos quita la parte mejor del ser humano, o sea los dones que gratuitamente Dios había dado a nuestro primer padre Adán, y que al perderlos nos condujo “naturalmente” a todo lo anterior, pues la vida feliz, sin penurias, sin dolor, sin muerte, y con la presencia de Dios en nuestras vidas, no eran atributos de la naturaleza humana, sino que eran dones sobrenaturales y preternaturales que le habían sido concedidos, pero no «gratuitamente» como siempre lo hemos pensado, no, sino que se le condicionó, se le puso una prueba, una renuncia, pequeña..., tal vez, pero al fin y al cabo una renuncia, y no hay renuncia, no hay desapego sin dolor y sufrimiento. Así que Dios nos pone algunas exigencias para admitirnos en su unión, y de acuerdo a la Sagrada Escritura esta exigencia es la renuncia a comer de un árbol.
Tenemos ya dos clases de sufrimiento:
Sufrimiento querido por Dios, impuesto por Él a su criatura y que tenía una finalidad excelsa, conservar los dones que nos había dado para mantenernos en su unión, para aceptarnos como hijos, como hermanos de Nuestro Señor Jesucristo, o sea hermanos del Hombre-Dios, por lo tanto, para ser hermanos, debemos tener la misma naturaleza que Él, y la misma naturaleza de nuestro Padre, o sea la Naturaleza Divina (2 Pe 1, 4). Para esto debería servir este sufrimiento, y debería de haber sido sufrimiento continuo, como continua debe ser nuestra unión con Él para darle Vida continua en nosotros.
Sufrimiento ocasionado por la desobediencia, por el pecado, y que no era querido por Dios, y que Nuestro Señor Jesucristo asumió para redimirnos, este es el sufrimiento conocido por todos, este es el sufrimiento NO querido por Dios.
Siempre que intentamos abordar el sufrimiento desde el punto de vista religioso, surgen infinidad de sentimientos contradictorios, pues no concebimos a un Dios “todo bondad”, “todo amor”, “todo benignidad”, “todo misericordia”, que pueda permitir estas situaciones, inmediatamente pensamos que va en contra de su naturaleza de Padre amoroso. Todo esto es porque únicamente valoramos el sufrimiento ocasionado por el pecado, y si nos atrevemos a pensar que Dios lo quiso, sería tanto como pensar que Dios quiso el pecado, y esto choca inmediatamente con nuestra idea de Dios, así que lo separamos totalmente de esta situación. Pero el sufrimiento nunca lo hemos vislumbrado como un acto comunicado por Dios mismo, querido y deseado por Él, por medio del cual, como ya dijimos, Él comunica a sus criaturas la parte más íntima de su esencia, y nos comunica su “Imagen y semejanza.” (cf. Gn 1, 20) Nos quiere hacer partícipes de su naturaleza Divina, (2 Pe 1, 4) a la cual sólo podemos aspirar por medio del sufrimiento.
¿Blasfemia? ...¡No! ¿Error? ...¡Tampoco! Se trata, ni más ni menos, que de la locura de la predicación de un Jesús crucificado, (cf. 1 Cor 1 21, 23) un Jesús que viene al mundo a sufrir, a padecer no sólo en los tres niveles del hombre para redimirnos y dar nuevamente a Dios el amor, la correspondencia, el honor, el agradecimiento, las reparaciones y el pago que el hombre debería haber dado, pero que no podía dar, por haber dado muerte a tantas Vidas Divinas que Dios quería desenvolver en sus criaturas; sino la predicación de un Jesús crucificado en su voluntad humana para dar vida continua a la Voluntad Divina en Él¹, y así darnos el ejemplo de cómo hacerlo y dejar a nuestra disposición sus actos de renuncia a la naturaleza humana (voluntad humana obrante) para poder tomarlo nosotros de ese banco inmenso de la Divina Voluntad.
¹ (“Yo he bajado del Cielo no para hacer mi voluntad, sino la Voluntad del que me envió.” cf. Jn 6, 38; Jn 5, 19; Jn 5, 17; Jn 8, 28)
En esta meditación trataremos de abordar el sufrimiento de renuncia. Lo que respecta a la Pasión externa de Nuestro Señor y a los sufrimientos de valor redentor, han sido suficientemente tratados en muchas ocasiones, por eso nos proponemos ahondar en este sufrimiento querido por Dios y que el hombre no aceptó, pero que es tan grande su significado, su trascendencia, que Dios mismo acepta someterse en la Humanidad de Jesús al sufrimiento provocado por el pecado, no para salvarnos, sino por amor a Sí mismo, a su obra, a su finalidad. (cf. Is 43, 25) ¿Qué debería llamarnos más la atención, la finalidad o el medio, la causa o la consecuencia? Lógicamente la finalidad, la causa, por lo tanto iremos directamente a éstas.
Aunque aparentemente nos vamos a desviar hablando de la creación del hombre, pero es sumamente importante entender perfectamente esto, para entender cuál sufrimiento era el querido por Dios y su causa, pues esto es lo más grande que Dios ha querido comunicarnos. Empecemos:
La Sagrada Escritura nos dice que el hombre fue creado por Dios en el paraíso terrenal, donde toda la naturaleza le estaba sometida y toda ella se ponía a servicio del hombre, el cual ocupaba el puesto de rey; paraíso donde Dios se complacía en habitar con su criatura y donde se paseaba y hablaba con ella (cf. Gn 3, 8). Así que intuimos que era un lugar donde no se conocía el sufrimiento, el dolor, la infelicidad, la carestía, etc., pues estando con Dios, ¿qué podía faltarle al hombre? Así que todo nos lleva a pensar que la finalidad del hombre era el ser feliz en su unión con Dios, teniendo a toda la naturaleza a su servicio. Pero debemos preguntarnos lo siguiente: Si la finalidad del hombre era el ser feliz, ¿cuál debía ser el medio para lograrlo? Sabemos, según Santo Tomás (cf. Santo Tomás I-II,5,3), que la felicidad se logra a través de la obtención del bien mayor, bien que incluye a todos los demás bienes, el que una vez conseguido, no queda nada más que desear y por lo tanto apaga las ansias del hombre, pues lo tiene todo. Ahora tratemos de investigar cuál es este bien mayor:
Si creo en Dios, creo que soy un ser creado, o sea, que nada tengo por mí mismo, sino que todo me fue dado por mi Creador con una finalidad específica, y que todo el conjunto de mi ser tiene a su vez una finalidad fijada por Dios. Ahora bien, si Dios es Amor, si todo lo hace para bien de sus criaturas, eso quiere decir que, tanto los dones que me dio, como la finalidad que me puso, son para mi bien, no para mi mal. Así que debo buscar mi finalidad en Dios, no en mí mismo, mucho menos en los demás, aunque sean lo más cercano que se pueda, como podrían ser los hijos, la pareja, los padres etc.; qué decir de aquellos que buscan su finalidad en las cosas creadas, animadas o inanimadas... ¡Locura extrema! Queda claro entonces que la finalidad de nuestras vidas no puede estar en ninguna parte sino solamente en Él, y que mientras no lo vea de esta manera, todos los esfuerzos que haga para ser feliz serán vanos, pues será felicidad pasajera y sin sustancia para poder transformar mi ser en esta verdadera felicidad, pues todo bien que no se posee por dentro y por fuera no es un verdadero bien y no puede hacer feliz al hombre. Dios es Padre amoroso y quiere solamente lo mejor para sus hijos, entonces, ¿qué les dará? ¿Cuál será el bien mayor que puede darles para hacerlos felices y que esté de acuerdo a sus planes y a su dignidad de Dios Creador? Este bien mayor solamente puede ser Dios mismo, pues ¿qué hay que sea más que Él? Nada. Si Dios no se hubiera dado Él mismo a nosotros, nos hubiera dado las cosas menores y no la mayor, por lo tanto el hombre siempre quedaría insatisfecho, pues no tendría lo más. Si Dios hubiera dado al hombre como finalidad algo inferior al mismo hombre, habría sido supeditar su obra maestra a algo inferior a ella misma, pues lo más tendería a lo menos, cosa por de más absurda. Así las cosas, tenemos que el bien mayor que Dios nos ha dado es Él mismo, y que por lo tanto, todas las cosas creadas son medios, ayudas para llegar a Él, no fines en sí mismas, he aquí el absurdo de tratar a las cosas como finalidad. Ahora, ¿qué finalidad habrá tenido Dios para crearnos? Si esta finalidad de Dios la ponemos en nosotros mismos, estaremos supeditando el actuar de Dios a algo inferior a Él, o sea a nosotros, cosa que raya en la blasfemia, por lo tanto la finalidad de Dios al crearnos forzosamente tiene que ser Él mismo, su gloria, así que la finalidad de nuestra creación es Dios. Fuimos creados por Dios para ser felices, y nuestra felicidad la obtenemos cuando nos apegamos a nuestra finalidad, pues esta finalidad es la obtención de este mismo Dios que nos creo para Él, para vivir juntos, compartiendo una sola Vida, la de Él.
Hemos dicho que el plan de Dios era compartir con nosotros sus dones, y sobre todo su Vida, pero, ¿cómo se lograría esto? ¿Tal vez Adán gozaba de esta prerrogativa antes de pecar? ¿Le habría sido dada gratuitamente? Para resolver estas cuestiones, debemos mirar nuevamente el relato de la creación del hombre. Dice la Sagrada Escritura que Dios puso una prueba a nuestro padre Adán, no a Eva, Adán era la cabeza de la familia humana, y de alguna manera él tenía bajo su responsabilidad el confirmar a todos sus descendientes en el orden querido por Dios, y su primer descendiente era Eva, pues Eva no fue creada, sino que fue ‘formada’ de Adán, o sea que Dios tomó de él las características que Él mismo había depositado en Adán, ¿será por eso que en Gn 1, 27 dice que los creó varón y mujer? Para esclarecer un poco más este punto, la indignación de Dios y todo lo que siguió no sucede cuando Eva come del fruto, sino hasta que Adán es inducido por Eva a comerlo, no antes, así que la prueba había sido puesta a Adán y sólo él debía haber confirmado a todos sus descendientes, y si en lugar de haber comido hubiera resistido, habría sido el primer acto heroico ante los ojos de Dios, y él mismo hubiera llevado a Eva ante Dios y ésta habría sido justificada.
Ahora, ¿cuál fue la prueba? La prueba que Dios le dio para poderlo confirmar en la posesión de sus dones fue el abstenerse de comer del árbol del conocimiento del Bien y del mal, el cual estaba plantado en medio del jardín. ¿Qué cosa es el Bien? Podemos responder con una sola palabra: DIOS. ¿Existe el mal? NO. El mal no existe por sí mismo, pues si así fuera estaríamos ante una dualidad preexistente, eterna, donde uno tendría unas cualidades y el otro tendría cualidades diferentes, opuestas, y podrían coexistir los dos al mismo tiempo; o si el mal existiera, pero no fuera eterno, entonces tendría que haber sido creado, ¿por quién? ¿Por Dios? Absurdo. El mal no existe mas que en función de la ausencia del Bien, al igual que las tinieblas existen en función de la ausencia de luz, o está una o la otra, pero las dos no pueden coexistir, la luz es la presencia real, las tinieblas se quitan por la presencia de luz, la cual puede hacer su aparición dentro de las tinieblas, lo que no pueden hacer las tinieblas, éstas no pueden hacer su aparición cuando está la luz, se requiere que la luz se quite para que ellas aparezcan. Pues de la misma manera es el Bien y el mal: Para que exista el mal se requiere forzosamente la ausencia del Bien. Ahora, ¿qué se necesita para quitar el Bien (Dios) de mi alma? Libertad. Recordemos que Dios nos dotó de esta característica que le pertenece a Él, debemos ser libres para ser semejantes a Él, el Ser Supremo que no está sujeto a nada. Esta libertad la podemos usar en función de nuestra voluntad, lo que nos lleva a entender que lo único que nos puede alejar del Bien es un acto libre de oposición a dicho Bien, o sea, a Dios (Esto fue lo que hizo Satanás, que es el ser que más “Bien” se quitó y por eso se puede llamar el “mal mayor”, aunque sería mejor llamarlo “el malo mayor”, pues lo único que no se pudo quitar fue el acto creador de Dios.).
Si como hemos dicho, el Bien es Dios, ¿quién podría dar el conocimiento de este Bien? Solamente Dios mismo. ¿Quién podría dar el conocimiento del mal? ¿Satanás? ...¡Claro que no! (Él solamente puede sugerirlo, pero la aceptación, y por lo tanto el conocimiento, es por el uso de la libertad de nuestra voluntad. Satanás jamás podrá hacerme pecar, pues por el solo hecho de “hacerme” ya no sería pecado, pues lo haría forzado). Solamente la voluntad humana usando el don de la libertad podría hacer un acto de oposición a Dios, igual que hizo la voluntad angélica, y así conocer el lado oscuro, el lado sin Dios; tenemos que admitir que esta voluntad estuvo inducida por Satanás, pero la decisión fue del hombre libre, usando esa libertad para desobedecer a Dios.
Entonces, ¿de qué árbol estaremos hablando? De un solo árbol donde estaban unidas la Voluntad Divina dada al hombre como don y la voluntad humana cooperante y sometida a la Divina, este era el árbol del que no debería de comer, pues el Bien le venía connaturalmente por la presencia de Dios en su interior, el fruto del que tenía que abstenerse era el fruto de la voluntad humana, o sea, el acto humano SIN la participación de la Voluntad Divina. Aquí está la mayor desgracia que le ha sucedido al género humano, perder la posesión de esta Voluntad de Dios, la cual lo elevaba a la imagen y semejanza con su Creador.
El Catecismo de la Iglesia Católica, en el N° 475 dice: “Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo sigue a su Voluntad Divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta Voluntad Omnipotente.” Así debemos ser nosotros para poder decir que somos hermanos de Cristo, que formamos parte de la misma Familia, pues su Familia es la Divina. ¿Qué se necesita para lograrlo? Se necesita una Voluntad Divina ACTUANTE que habite en nosotros y nuestra voluntad humana cooperante y subordinada a Ésta, para dejar que Ella sea la que actúe y así nuestros actos sean actos de Dios, no sólo nuestros, y Él pueda habitar realmente en nosotros para formar una sola cosa (Vida), según las palabras de Jesús, y que así el Padre pudiera decir al igual que dijo en el Jordán acerca de su Hijo. (Mt 3, 17 “Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección»”. Y Mt 17, 5 “una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo»”)
Ahora, ¿por cuánto tiempo debía ser la prueba? Y una vez habiéndola pasado, ¿habría podido comer de dicho árbol? O sea, ¿habría podido hacer uso de su voluntad humana para hacer aunque fuera un solo acto sin la unión con la Voluntad Divina? Francamente suena como un absurdo, pues nunca, nunca debería de haber hecho uso de esta su voluntad, pues en el mismo instante en que lo hiciera, en ese instante le habría dado la muerte a la Vida de la Divina Voluntad en ese acto, y a eso se refiere el ‘quedarás sujeto a la muerte’ (Gn 2, 17) no tanto a la muerte material, la cual viene como consecuencia lógica de haber perdido los dones tanto sobrenaturales como preternaturales, sino también al morir a la Vida Divina comunicada por el acto de la Voluntad Divina en el acto de la criatura, sin la participación activa de la voluntad humana, sino sólo en el aspecto de haber generado el acto, pero sin poner su vida y sus frutos en aquel acto, dejando que esa Vida y frutos fuesen de la Divina Voluntad, para poder así formar Vida Divina en la criatura. A esto se refería Jesús cuando dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará» (cf. Lc 9, 23-24). Así las cosas, debemos negarnos a nosotros mismos para seguir a Jesús, pero con la cruz a cuestas, y la cruz significa dolor, sufrimiento, muerte; debemos perder nuestra vida para salvarla, claro..., salvar la Vida Divina comunicada a nosotros por Dios mismo, la cual crecería en nosotros a través de la acción de su Voluntad en nuestras acciones diarias, crucificando nuestra vida humana, y así hacernos semejantes a Jesús, en el cual su voluntad humana se sometía libremente a su Voluntad Divina.
Este era el sufrimiento querido por Dios, sufrimiento continuo a través de toda nuestra vida, para podernos comunicar su Vida y naturaleza Divinas, pues Él es Rey de reyes, no Rey de súbditos, Él quería ser Padre de hijos semejantes a su Hijo, y Jesús es Dios verdadero por naturaleza, y hombre verdadero por haberse hermanado con nosotros tomando su Humanidad de María Santísima, su Madre, entonces, ¿cómo es posible que pensemos que el sufrimiento es contra nuestra naturaleza? Claro, es contra nuestra naturaleza humana, pero la finalidad es elevar a ésta a la categoría de naturaleza divina por participación, debemos reproducir en nuestra vida los misterios de Jesús. San Pablo nos dice: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (cf. Col. 1, 24) y así como nos dice que él completa este misterio, nos podía también haber dicho que completa el misterio de la Resurrección, el de la Ascensión, todos los misterios, porque esos misterios no están completos mientras no se reproduzcan y se extiendan a nosotros. De manera que no en vano participamos de la Vida de Jesús, esa Vida tiene que reproducir en nosotros todos los misterios que produjo en Él, por consiguiente tenemos que nacer, y que crecer, y que manifestarnos, como Él nació y creció y se manifestó, y tenemos que participar de su Vida íntima, de su sacrificio, de su Resurrección. Y si somos una prolongación de Jesús, ¿no debemos participar de la Santidad de Jesús para poder verdaderamente reproducir sus misterios? ¿Y cómo hacer esto sin morir a nuestra vida? Sería imposible, sería un querer tener dos naturalezas actuantes al mismo tiempo, sería pensar que Dios se sometería al querer humano. ¿Podrá ser?
Por lo anterior, debemos pensar que el sufrimiento de no comer de ese árbol plantado en el centro del jardín del edén, o sea en el centro del hombre, pues éste era el edén donde Dios se paseaba y encontraba todas sus complacencias (cf. Mc 1, 11) era comunicado por Dios mismo. Este sufrimiento debería de haberlo pasado igualmente Jesús (“Aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.” Hb 5 8-9) pues de otra manera no tendríamos de quien tomar este acto para semejarnos a Él, y en caso de que Él no lo hubiese pasado, nosotros seríamos superiores a Él, cosa que sería una verdadera aberración el sólo pensarlo, así que Nuestro Señor Jesucristo tenía que venir al mundo para hacer que la Voluntad Divina tuviese su primer acto conquistante sobre la tierra, su primer parto, y después se propagara al resto de la familia humana, siendo el primero en tomarlo nuestro primer padre Adán, y después lo pudiera extender a todos sus descendientes. Con respecto al tiempo, o sea, que Adán apareció antes que la Humanidad de Jesús, no tiene ninguna importancia, pues, ¿qué no fue lo mismo en el caso de nuestra Madre Santísima? ¿Acaso no fue concebida sin mancha original gracias a los méritos que consiguió su Hijo Santísimo? Claro, estos méritos fueron previstos de antemano y le fueron aplicados, así habría pasado con Adán. ¿Será por ello que en el Génesis se dice que Dios pone un custodio con espada flamigera para custodiar la entrada al paraíso, «no sea que coma del árbol de la vida y viva para siempre»? Ahora, después del pecado se transforma en un sufrimiento comunicado por el castigo inflingido por Dios, y por nuestra naturaleza influenciada por la concupiscencia, y este sacrificio lógicamente no puede ser ni querido ni comunicado por Dios, pero Él es el primero en asumirlo por amor a su Vida en nosotros (cf. Is 43, 25) y quiere venir a redimirnos aun a costa de sacrificio y dolor sin límite, tomando sobre de Él nuestras culpas y haciéndose pecado sin pecar. Este sufrimiento no lleva la comunicación de la Vida Divina, es un sufrimiento inútil, hasta el momento en que nuestro Redentor, nuestro Señor Jesucristo viene y le da un significado de Redención, y así podemos semejarnos a Él también en estos sufrimientos, y no sólo eso, sino que es requisito indispensable el asociarnos a estos sufrimientos no queridos por Dios, para poder lograr nuestra salvación. Así que tenemos dos clases de sufrimiento: un sufrimiento santo, divino, comunicado por Dios para comunicarnos su Vida, y otro que es producto del pecado, alimentado por nuestra concupiscencia y que nosotros nos provocamos a nosotros mismos, y que se lo comunicamos a Jesús, queriendo darle muerte, y Él, aceptándolo, quiere restituirnos la Vida, para que después, cuando el Espíritu Santo nos guíe hasta la verdad plena, podamos asumir nuevamente el sufrimiento de la renuncia a nuestra propia vida, pero voluntariamente, libremente. Por eso, al joven rico, cuando éste le pregunta qué cosa le es necesaria para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde que cumpla la ley, o sea los mandamientos, pero al replicar éste que ya los cumplía desde pequeño, Jesús, viéndolo con amor le dice, «Ve, vende todo lo que tienes, luego toma tu cruz y sígueme» Nuevamente, hay dos planes diferentes:
La salvación en sí misma, que es compatible con una vida humana más o menos placentera, aceptando lo que Dios nos mande, con resignación, lo cual nos alcanza para salvarnos, pero tendremos que ir al fuego del purgatorio a adquirir lo que nos falte para ser semejantes a Jesús, pues al Cielo sólo entran aquellos que se hacen semejantes a Él.
Y la perfección (si quieres ser perfecto) lo cual implica aceptar el plan de Dios, el plan original, que es el sufrimiento continuo durante toda nuestra existencia de no «comer del árbol del conocimiento del Bien y del mal» o sea no obrar con nuestra voluntad y dejar que sea la Voluntad Divina la que obre en nosotros. Pero esto lo debe realizar Dios mismo, no está a nuestro alcance el poderlo hacer, sólo el renunciar para que sea Él el que lo haga. “Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. ‘El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre’ Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:
Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia... Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su Iglesia por las gracias que Él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos Misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros” (cf. Catecismo nº 521).
Cuando sufrimos, y este sufrimiento lleva una finalidad, (y por lo tanto nos sometemos voluntariamente al sufrimiento), quisiéramos que fuera productivo, que se realizara esta finalidad. Ahora, si esto es por amor a una criatura, entonces quisiéramos que ella aceptara lo que nosotros por amor le estamos ofreciendo con nuestro sufrimiento. Por eso es que para darle a Nuestro Señor un verdadero alivio a sus sufrimientos, no debemos sólo condolernos, sólo pensar en el dolor pasado por Él, no sólo el querer quitarle este sufrimiento, que dicho sea de paso, no quiere que se le quite, quiere que nos asociemos a Él para estar juntos en la cruz, la cruz de los sufrimientos ocasionados por el pecado, pero sobre todo, en el sufrimiento de renuncia de nuestra voluntad (no comas del árbol) lo cual nos llevará a la ansiada meta que Dios se puso, “Divinizar a sus criaturas” Todos los demás sufrimientos son alivios, como dice Jesús a Luisa. Así que los invitamos a reflexionar en ello y a tratar de esforzarnos en hacerlo, teniendo en cuenta que no lo lograremos por nosotros mismos, sino a través de la Divina Voluntad obrante en nosotros. Y este conocimiento está a nuestro alcance en las verdades acerca de la Divina Voluntad que Jesús dicta a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta.
De los cuadernos de Luisa Piccarreta:
Abril 7, 1901
“Tanta gloria le vino a mi Humanidad por medio de la perfecta obediencia, que destruyendo del todo la naturaleza antigua me dio la nueva naturaleza gloriosa e inmortal. Así el alma por medio de la obediencia puede formar en sí la perfecta resurrección a las virtudes, como por ejemplo: Si el alma está afligida, la obediencia la hará resurgir a la alegría; si está agitada, la obediencia la hará resurgir a la paz; si tentada, la obediencia le suministrará la cadena más fuerte para atar al enemigo y la hará resurgir victoriosa de las insidias diabólicas; si asediada por pasiones y vicios, la obediencia matándolos la hará resurgir a las virtudes. Esto al alma, y a su tiempo formará también la resurrección del cuerpo.”
Marzo 26, 1933
Le dice Jesús a Luisa:
“...Tú debes saber que la pequeñez de la criatura nos sirve como espacio donde poder formar nuestras obras, nos sirve como nos sirvió la nada en la Creación, donde llamamos a vida a nuestras obras más bellas. Queremos que esta pequeñez esté vacía de todo lo que no nos pertenece, pero viva, a fin de que sienta cuánto la amamos y sienta la vida de las obras que nuestra Voluntad desarrolla en ella, por eso, debes contentarte con quedar viva sin que tú seas la dueña de tu vida. Porque éste es el gran sacrificio y heroísmo de quien vive de Voluntad Divina: ‘Sentirse viva para experimentar el dominio divino, a fin de que haga lo que quiere, como quiere, cuanto quiere, este es el sacrificio de los sacrificios, el heroísmo de los heroísmos.’ ¿Te parece poco sentir la vida del propio querer para que sirva no a sí mismo, como si no tuviese derecho, perder la propia libertad voluntariamente para servir a mi Voluntad dándole sus justos derechos?”
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Fuente
• “Sufrimiento” desde el punto de vista de la vida en la Divina Voluntad. Dr. Salvador Thomassiny.
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